lunes, 23 de febrero de 2015


ESTADO DE LA NACION: EL PESCADO ESTÁ VENDIDO

MANUEL MIRA CANDEL

Mañana se celebra el Estado de la Nación. ¿Existe realmente un Estado español? ¿Existe realmente una  nación española? Términos equívocos en los tiempos que corren. Solo la historia los ampara, pero la historia cada vez cuenta menos. Cuando no se inventa, se reinventa y no pasa nada. Un buen día, Putin se levanta de mala leche y dice: "Voy a reconquistar Crimea". Lo hace, con sus tanques y misiles cubriéndole las espaldas, y punto. Otro día es Obama a quien se le ocurre bombardear focos de resistencia islámicos en el Kurdistán, lo hace... ¡Y no pasa nada! Daños colaterales. Asistimos, implacablemente, al derrumbe de los estados, al eclipse de las naciones. Uno de los términos políticos más habituales en boca de los medios de comunicación es el de "estados fallidos". Empiezan a proliferar por doquier. Ucrania es un estado fallido. Libia es un estado fallido. Irak, Afganistán, Siria, Líbano, Palestina... ¡Estados con historia! Recordemos a la fascinante Nínive. Al gran Nabucodonosor.  Quedan lejos de Europa. No tanto, oiga. ¿Qué le falta a Grecia para convertirse en un estado fallido? ¿Y a Hungría? ¿Qué le falta a Estonia para ser un estado fallido? ¿Y a Kosovo? Un estado fallido es aquél que no existe como tal, o que depende de los demás, o que sobrevive porque conviene a los demás, puntual o circunstancialmente. ¿Los poderosos? ¿Obama, Putin, Merkel? Tigres con pies de barro. Meros instrumentos del sistema. ¡Sistema, ya salió la palabra! Miremos a Grecia, con su Partenón, su cuna de civilizaciones, su Platón y su Alejandro el Magno. Grecia será un estado fallido desde el momento –que empieza a ser– en que se vea obligada a hacer lo que le imponen los demás. ¿Corre España el riesgo de convertirse en un estado fallido? Es decir: ¿Un país a merced de la voluntad ajena, con identidad diluida (cada vez más, intencionadamente), sin capacidad para sobreponerse a los avatares que le salen al paso?. Un estado títere, con instituciones títeres, con políticos (todos: los que están con el sistema y en contra del sistema) títeres. Al final, todos seguirán los pasos de Felipe González, cobrando una pasta cada vez que abre la boca. Tal vez España empiece a ser un estado pseudofallido (como lo es Bélgica, a la que solo las instituciones europeas mantienen como país). Pocas veces el concepto de Estado se manifiesta con tanto descrédito como ahora. Porque el gran estado del mundo es el mercado. Ese ente armoniosamente ambiguo al que se ha bautizado con el pomposo nombre de Globalidad. El contrasentido resulta aberrante: mientras millones de árabes fanatizados crean un estado islámico en donde les viene en gana, Europa se desgarra en desequilibrios internos y se deja desestabilizar con evidente riesgo de debilitarse. Sí, mañana asistiremos en España al debate espectáculo del Estado de la Nación. ¿Qué importa quien gane? El pescado está vendido.     

sábado, 25 de enero de 2014


EL AÑO QUE NOS ROBÓ LA PALABRA

Manuel Mira Candel

El mayor desastre del año que acaba de irse por la puerta trasera de la historia es el que ha sufrido la palabra. La expresión más noble del hombre. A base de despojar a las palabras de su significado real, los políticos, los corruptos, los oportunistas, las han envilecido y vaciado de contenido. Por eso un dólar tiene más valor que una palabra.
Antes, la palabra precisa, enaltecida por su significado, la que despeja las dudas de la mente y relumbra en los ojos, concedía al que la pronunciaba el valor de la confianza y a quien la escuchaba el de la esperanza. Ahora, confianza y esperanza, como tantas otras, son dos palabras sojuzgadas, desterradas en un desierto de arenas infinitas, enterradas en la sima más profunda de los océanos.
En este campo desolado por la peste, propagada por ratas alimentadas en las alcantarillas de Wall Street, se pudren las raíces de las flores más radiantes y de las palabras más bellas. Recién engullido 2013 por la pandemia de la crisis, nadie se apresta a resembrar los campos, y lo peor: el hombre, humillado, empieza a acostumbrarse al maloliente paisaje. Ya nadie repara en que la palabra es la espada de la dignidad, la única forma de conquistar bastillas.
Las bellas historias de amor que fueron las revoluciones solo pueden ser recuperadas con las palabras que las hicieron posible: rebeldía, barricadas, lucha. Si la derecha sigue horrorizándose ante ellas, la izquierda las ha convertido en pancartas panfletarias. “Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla”, proclamó Caballero Bonald cuando le concedieron el Cervantes. Sin ese afán de reconquista nada puede hacerse en los tiempos que corren, y las bastillas se antojan inaccesibles.
Las aguas encabritadas del río que lo desborda todo, y lo destruye todo a su paso, discurren entre dos orillas que no parecen pertenecer al mismo río. En su margen derecha brotan las plantas bordes de la intolerancia, del integrismo, del fundamentalismo religioso; en su margen izquierda, del dogmatismo, de la demagogia, del sectarismo. Los políticos han hecho de la crisis la razón de ser  de sus cargos, de sus afanes por mantenerse amarrados a la proa del buque, mientras millones de ciudadanos desesperan arrastrados por la corriente.
“¡Alcánzame la luna Helicón!”, gritaba el Calígula de Albert Camus en su delirio fatalista. Bastaría recuperar algunas de las palabras arrebatadas para tender puentes que unan esas orillas, y alcanzar, por qué no, la luna de la redención: convivencia, solidaridad, generosidad, unión. Creer en esas palabras de esperanza es empezar a regenerar la vida, pero los políticos solo creen en la razón de la crisis.
El discurso de los mercados se ha impuesto al de los políticos, desposeídos del  poder de la palabra. En plena debacle de la crisis global, las distintas opciones ideológicas se exhiben en un patético circo en el que a los trapecistas les sudan las manos y a los payasos se les corre el rímel. La crisis ha envilecido los discursos. Los políticos trasnochados se esfuerzan inútilmente en disfrazar sus discursos vacíos, como los malos actores que sobreactúan ante cientos de espectadores aburridos y despechados.
¿Dónde está el líder capaz de inventar un discurso nuevo? Capaz de recuperar las palabras que los ciudadanos desean escuchar. A la socialdemocracia europea –los descendientes de Palme, Brandt, Wilson, Mitterrand, González– le ocurre lo que al periodismo: no sabe dónde está la solución a los problemas. Se ha quedado sin palabras, que es tanto como decir sin poder de convicción, sin ideas, sin imaginación, sin audacia. Y a la derecha solo le importa el traje a medida de la razón  macroeconómica, sin ningún rubor a la hora de excederse en sus límites y de incurrir en flagrantes contradicciones: menos ricos cada vez más ricos, más pobres cada vez más pobres.    
Mientras la izquierda insiste en sus advertencias de que se está desmantelando el estado del bienestar, la derecha se aferra a su convicción de que solo taponando las cañerías y escapes provocados por el estado del bienestar se puede asegurar su mantenimiento. He ahí el enunciado básico del debate en el que están enfrascadas las sociedades democráticas occidentales. Mientras, la izquierda emergente antisistema se yuxtapone a la cada vez más pujante presencia de la extrema derecha, también antisistema. Una y otra saben que nunca alcanzarán el poder. De ahí los exabruptos.  
El  discurso ideológico, la confrontación, no es el debate. El debate imprescindible para evitar la tragedia –y aún posible– es pactar. Un debate, inspirado en la inteligencia y la sensatez del hombre, orientado a pactar la regeneración, el cambio, la transformación, la esperanza en los ciudadanos, la recuperación de las palabras perdidas. El año recién muerto se ha llevado a su tumba el debate del compromiso y del sentido común. La palabra dorada. Tal vez sobrevivan algunas mentes lúcidas dispuestas a saquear ese sepulcro y a resucitar las únicas criaturas que pueden tender sus manos para acercar las dos orillas.  

 

miércoles, 11 de septiembre de 2013


¿CUÁNDO REACCIONARÁ EL ESTADO?

Acabo de leer que Vargas Llosa ha alertado sobre el grave peligro de los nacionalismos. Lo ha dicho el mismo día que cientos de miles de catalanes se han echado a la calle para reivindicar un estado catalán. Y me duele, como español, que haya sido Vargas Llosa la única voz altisonante que se haya alzado sobre esa locura incendiaria. Me duele que quienes representan al Estado español, quienes gobiernan, los intelectuales de izquierda y de derecha, mantengan el silencio de los cobardes ante un movimiento separatista y excluyente que, amparado en el derecho legítimo a decidir, manipula la historia, atiza el fanatismo y cuestiona el orden constitucional de la nación. Millones de españoles asisten sobrecogidos a un espectáculo que no logran entender. Qué fácil es amplificar reivindicaciones y controversias cuando las crisis ahogan a los ciudadanos; cuando los gobernantes, impotentes ante los problemas, emplean tablas de salvación, que nunca utilizarían en situaciones normales, para ponerse ellos a salvo. Todo está inscrito en la genética de una clase política española que nunca ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias. Como en el famoso cuadro de Dalí, Artur Mas es el "Gran Masturbador" en esta especie de orgía que viene orquestando desde que las urnas lo acusaron de mediocre e incapaz de gobernar Cataluña. Y Rajoy, El Melifluo, el presidente tranquilo y temeroso de interferir en las leyes del tiempo y del sentido común; el político que deja que las cosas se resuelvan por sí solas en un imaginario proceso de putrefacción, como si de la vida solo le importara la muerte, como si de la muerte solo le importara el vuelo de los cuervos. Algo muy importante está ocurriendo en uno de los estados más viejos de Europa; en una de las naciones más determinantes de la historia, con sus enormes fracasos y aciertos. Algo se muere en este país, sumido en un incomprensible proceso de balcanización –o de belgicanización– que amenaza gravemente la destrucción del Estado. Y resulta patético que nuestros gobernantes, inermes, ironicen con las goteras en el Congreso de los Diputados sin advertir la presencia del huracán que amenaza con desolar el país.
Así las cosas, solo cabe invocar la fuerza del Estado de Derecho. La fuerza de las instituciones de ese Estado de Derecho. La fuerza de la Constitución Española amenazada. Pero un Estado de Derecho que quiera ejercer como tal no puede estar condicionado a la melifluidad de una clase política que transparenta en un respeto y asentimiento impostados su propia debilidad. La actual situación exige la contundente respuesta a la que obliga el cumplimiento del orden constitucional. No se puede dialogar, ni flexibilizar posturas, cuando se está atentando contra la norma sobre la que descansa el Estado. Mientras esa norma siga vigente, hay que cumplirla.    

miércoles, 18 de julio de 2012

 
LA OSCURIDAD DEL POZO

Manuel Mira Candel
Periodista y escritor

Uno de los datos más escalofriantes sobre la situación de emergencia que vive este país es el de la deuda privada. Al día siguiente de la comparecencia del Presidente Rajoy en el Congreso de los Diputados para decir, con otras palabras, lo que ya manifestara Winston Churchill al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, “sangre, sudor y lágrimas”, el diario “El País”, en un desconcertante editorial que causó zozobra entre las filas del PSOE, empezó a llamar a las cosas por su nombre. Entre líneas, como quien no quiere la cosa, dijo que el principal problema de este país era la deuda privada.
A fuerza de hablar todos los días de la deuda pública, nos habíamos olvidado de la privada. Sospechosamente, pocos se han pronunciado sobre ella. En el cajón de sastre de la economía globalizada, nos había pasado inadvertido el rudimentario libro de cuentas de los gastos e ingresos de los ciudadanos, familias y empresas. En solo ocho años, de 2001 a 2008, es decir, durante la década de oro de nuestra economía, la deuda privada pasó del 100% al 200% del PIB. Si el PIB de España es de algo más de un billón de euros, la deuda privada española rondaría, pues, en 2009, los dos billones de euros. No son las cuentas del Gran Capitán; son la quintaesencia del drama que vivimos.
“Este hecho demuestra que el motor del crecimiento económico en España estuvo basado en la industria del crédito”, ha manifestado una empresa de reconocidos analistas económicos. A tenor de esa conclusión, cabe preguntarse por qué los españoles nos endeudamos durante ese periodo de vacas gordas por el doble de lo que producía el país. La respuesta no admitiría ningún género de dudas: El motor del espectacular crecimiento económico de España había sido accionado por las turbinas del crédito. Mucho más que por producir, este país crecía por lo mucho que los bancos le prestaban a sus ciudadanos y, en consecuencia, por lo mucho que los ciudadanos gastaban y se endeudaban. Independientemente de lo que gastaba el Estado y las comunidades autónomas, en cualquier caso menos de la mitad de lo que lo hacía la sociedad española en su conjunto.
En consecuencia, este país se convirtió, justo en esa década, en una colosal máquina de despilfarrar lo que no poseía. Tan escandalosa deuda se frenó, como en un encefalograma plano, en 2009. Justo el año en el que los españoles, entrampados hasta las cejas, no pudieron mantener el ritmo de endeudamiento de los años previos; el año en el que sus ahorros empezaron a resultar insuficientes para afrontar sus compromisos crediticios; el año en el que los activos tóxicos de los bancos, es decir, los préstamos de difícil o imposible cobro, colapsaron el sistema financiero; el año en el que la banca inició su exposición al contagio de la falta de liquidez de sus colegas intervenidos por el Estado o a punto de serlo –léase la puntita del iceberg de Bankia–. El año, en fin, en que Zapatero se quedó pasmado por cuanto ocurría y Rajoy cayó en la soberbia de creer que podía cuadrar las cuentas de este país.
Para ilustrar tan macabro escenario, bastaría recordar que ni los trescientos mil millones de euros inyectados por el Banco Central Europeo a la banca española han supuesto una mínima reactivación en el sistema financiero español. ¿De qué dimensiones es el agujero de la economía española? Nadie se atreve a hacer una precisión. Asusta imaginarla. Probablemente, de casi tres billones de euros. Ante la visión de tan insondable abismo, ¿quién se atreve a dar de comer a semejante monstruo? ¿Qué inversor apostaría por reanimar a ese enfermo que se muere víctima del irresponsable descontrol de quienes ejercieron y ejercen el poder, de la insaciable codicia de los bancos y de millones de ciudadanos impacientes por poseer lo que tal vez nunca pretendieron poseer?
Reconozco que el panorama es deprimente, asfixiante. Me duele reconocerlo así. Mi país, mi familia, mis amigos, mi tierra ya no serán nunca lo que fueron. Tampoco el mundo, ni Europa, ni la calle en la que vivo, ni el municipio en el que estoy censado. Como tampoco lo es el aire, ni el mar, ni la nieve, ni mis pueblos entrañables. Todo ha empezado a ser diferente. Este país, los españoles, se engañan a sí mismos queriendo ver una realidad que no se ajusta al fondo de la verdad: el espejo hecho añicos de un sueño que nunca mereció serlo. La esperanza llegará cuando admitamos que también hemos sido nosotros quienes lo hemos roto. La oscuridad a la que nos asomamos dejaría de impresionarnos si nos viéramos al final del pozo tal como somos: distintos de lo que fuimos. Hacia afuera, no hay marcha atrás. La única salida posible es hacia dentro de nuestra piel. Empezar a ser distintos no es un drama. A corto plazo, sería la única inversión a salvo de la contaminación de los mercados.
Me pregunto, otra vez: ¿Es posible una revolución? Es tal el poder del enemigo que lo hace invisible. Las bastillas y los palacios de invierno están dentro de nosotros mismos. Aun entrampados hasta las cejas nos queda nuestra inviolable capacidad de discernir.

miércoles, 30 de mayo de 2012

CON EL FUSIL AL HOMBRO


 



CON EL FUSIL AL HOMBRO

MANUEL MIRA CANDEL

Hace unos días, en una espléndida serie de reportajes sobre la Segunda Guerra Mundial, me sobrecogió la  secuencia en la que un numeroso grupo de mujeres londinenses recibían instrucción militar de manos de oficiales del ejército británico. Resultaba cuanto menos pintoresco ver a mujeres canosas, regordetas, desgarbadas, ancianas en su mayoría, desfilar con el fusil al hombro preparándose para defender su ciudad de la invasión nazi que se anunciaba. Realmente habría sido gracioso si la escena, en sí misma, no hubiera transmitido la preocupación que registraban los rostros del improvisado ejército de abuelas dispuestas a la lucha. Aun resultando patética, la jocosa instrucción adquiría la dimensión de un acto singularmente heroico, hermoso.

Esas mujeres hacían lo único que estaban obligadas a hacer: defenderse. La decisión de aprender a defenderse, olvidando otros menesteres sustanciales, implica aceptar plenamente que la voluntad de hacerlo entroncaba con el sentimiento de cumplir con la obligación de salvar a su nación, a su tierra, a sus familias. No tenían otra opción. Su país se asomaba al abismo y ellas estaban dispuestas a evitar que llegara ese final aparentemente inexorable.

Tal vez, en los tiempos que corren, los sentimientos de seguridad y de defensa distan mucho de aquellos otros grabados en la mente y el corazón de las ancianas británicas, pero no hace falta profundizar demasiado para advertir que son, esencialmente, los mismos los que anidan en millones de españoles cercados por la angustia y sin esperanza. No existe diferencia entre el temor a las bombas y el temor al hambre. El temor es una avanzadilla de la muerte. Nadie distingue a una muerte de otra. Estamos en guerra, y el haber empezado a familiarizarnos con términos hasta ahora inusuales como prima de riesgo, déficit, intervención, rescate, deuda, nos sobrecoge tanto como a las abuelas londinenses escuchar las trompetas de terror de los Stukas. 

Aunque el escenario de la Inglaterra amenazaza por Hitler nada tenga que ver con el de la Europa de nuestros días en recesión económica, sí convendría recordar que, hace unos meses, el primer ministro italiano, Mario Monti, llamaba a su plan de recortes “Salvemos Italia”. Las lágrimas de la ministra de trabajo, Elsa Fornero, conmovida ante las duras medidas del severísimo plan de ajuste impuesto por Bruselas, no distaban mucho de parecerse a las de aquellas ancianas que escuchaban horrorizadas el vuelo en picado de los Stukas con los bramidos de sus “Trompetas de Jericó”. Mariano Rajoy no llora, pero a veces da la impresión de que su gesto y su voz se descomponen por la presión de un nudo en la garganta.

Sí, estamos en guerra. Y esa realidad, aparentemente frívola si es observada desde la perspectiva de una sociedad consumista y burguesa que lo ha tenido casi todo hasta hace poco tiempo, se extiende sobre el horizonte de todos con la crudeza y el escalofrío del tornado que avanza, implacable, engullendo todo lo que le sale al paso. Hablamos de pérdida de conquistas como si estuviéramos en el 98 y añoráramos la propiedad sobre Cuba: ¿Cómo se han logrado esas conquistas sociales: disponíamos realmente de capacidad para merecerlas y mantenerlas?

Ciertamente, todo ello –referencias bíblicas incluidas– puede causar la impresión de que vivimos en tiempos apocalípticos. ¿De qué si no? ¿Cómo cabría calificar la ruina material y moral de un país con previsiones de alcanzar en 2012 los seis millones de parados; con bolsas de pobreza inimaginables hace sólo unos meses; con cientos de ciudadanos que esperan la llegada de la madrugada para hacerse invisibles y buscar en la basura restos de comida con los que alimentarse; con 190.000 empresas destruidas por la crisis; con nuestra poderosa armada invencible de banqueros y financieros hundidos en la mentira de sus cuentas falseadas por los activos tóxicos y hundidos en el fango de su codicia; con la peste del sectarismo político –que ha contaminado a los medios de comunicación– prendiendo fuego en nuestras instituciones más representativas, en Las Cortes, en la Justicia, en el entramado autonómico del Estado?  

Veamos algunos parte de la guerra. Según datos recientes del Banco de España y del Banco Central Europeo, la deuda total española rozaba, a fines de 2011, los 800.000 millones de euros. La cantidad habría sido superada sustancialmente en el primer trimestre de 2012. El año recién terminado ha sido nefasto. Sólo la deuda de la Administración Central rondaba los 600.000 millones de euros, a la que habría que añadir los 140.000 de las comunidades autónomas y otros 40.000 de las corporaciones locales. A la vista de tan escandalosas cifras, uno no puede más que preguntarse: ¿Qué hemos hecho nosotros, los españoles, para merecer esto? La respuesta: gastar muchísimo más de lo que hemos ingresado. Todos hemos sido silenciosos cómplices de unas administraciones despilfarradoras e irresponsables y de unas entidades financieras a las que sólo la ebriedad de su codicia les eximiría de haber incurrido en prácticas mafiosas. 

 De acuerdo con los datos ya esgrimidos, ya en los últimos seis años del Gobierno de Felipe González la deuda casi se triplicó. Durante el mandato de José María Aznar se estabilizó su valor absoluto y se hizo disminuir el porcentaje de déficit. En los primeros años de su Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero logró mantener los equilibrios logrados en la legislatura anterior. Pero, a partir de 2007, la deuda se disparó. De hecho, se duplicó. Recuérdese que Zapatero pronunció por primera vez la palabra “crisis” casi un año después de acceder a un segundo mandato.

Desde marzo de 2008 (la quiebra de Lehman Brothers, primera gran detonación de la crisis, se produjo en septiembre de ese año)  a marzo de 2011, sólo la deuda de la Administración Central española se incrementó en algo más de  235.000 millones de euros, un 83 por ciento (de 285.000 a 521.000 millones). Más espectacular si cabe resulta la repercusión de esa deuda en los bolsillos de los españoles: en septiembre de 2009, el total de la deuda española era de 524.873 millones de euros; de ello se desprende que a cada habitante de este país le correspondía hacer frente a una deuda de 11.428 euros, casi dos millones de las antiguas pesetas.

En los últimos años nos hemos gastado de más casi el equivalente al PIB del país. Lo que se debe tiene que pagarse. La incontrovertible obligación de cumplir con ese precepto fija las prioridades de la clase política que nos gobierna. Lamentablemente, excluye otras no menos importantes, socialmente imprescindibles, y determina el comportamiento del Gobierno en una única e insoslayable dirección. Es triste, muy triste, para un gobierno, tener que desatender la aplicación de un programa ideológico para centrarse en el que le marcan sus socios europeos a fin de evitar la ruina del país. Es lamentable no haberlo hecho antes y es inevitable hacerlo ahora.

Zapatero lo entendió así demasiado tarde, en el agosto –su agosto negro– de 2011, cuando le anunciaron por teléfono que, de no obrar con celeridad, España sería intervenida. Rajoy, por el contrario, admitió el axioma de combatir la deuda desde mucho antes de aposentarse en La Moncloa. En realidad, Zapatero nunca supo lo que tenía que hacer, o quizá no se atrevía a hacer por una cuestión de formas; Rajoy, sí. A Zapatero le vino muy grande la crisis. Rajoy está dispuesto a que se le indigeste. Cuando surgieron las protestas, al poco de que Rajoy hiciera públicos los primeros recortes, un cabal analista político se preguntaba: “¿Pero es que alguien piensa en este país que se puede hacer algo diferente?”

Es la madre de todas las preguntas. En las actuales circunstancias, y con un déficit público incluso superior al previsto, ¿puede actuar Rajoy de manera diferente a como lo hace? ¿Le permiten sus socios europeos, más preocupados –y asustados– que nunca ante la hecatombe que supondría para la UE el rescate de la economía española, obrar de manera distinta? ¿Tiene el Presidente español capacidad de maniobra para fintar en su programa de reformas?

Hoy por hoy, nadie se atreve a contestar con rotundidad. Desde que el PP ganara las elecciones del 20-N, la izquierda española no ha hecho más que lamentarse de “las políticas equivocadas que lleva a cabo la derecha”, sin detenerse a pensar que fue ella la que no supo aplicar a su debido tiempo las políticas adecuadas, las mismas que, casi con toda probabilidad, no habría tenido más remedio que aplicar si los comicios le hubieran otorgado la victoria. Esto es, las mismas que está aplicando Rajoy, iniciadas en agosto de 2011 por Zapatero. No es de extrañar que, en las postrimerías de 2011, la confrontación en España de Gobierno y oposición adquiriera tintes surrealistas.  

Cuando empezó a tener conciencia del desastre que se avecinaba, Rodríguez Zapatero no se recató ante sus socios europeos al afirmar que la crisis sólo se superaría mediante medidas que incentivaran la producción. Se equivocó clamorosamente. Los planes que puso en marcha en 2009 ralentizaron la imparable escalada del desempleo, cierto, pero duplicaron la deuda española. A los mercados, lo que más les preocupa es la deuda, o lo que es lo mismo: la plena seguridad de que España pueda cumplir con sus compromisos de pago. La fiabilidad del Estado español. El agosto negro de 2011, cuando los mercados pusieron a España al pie de los caballos, no sólo determinó el fracaso de una tesis, débilmente defendida en los foros europeos; también la claudicación –vergonzante, en el seno de su partido– del último político de izquierdas en Europa frente al eje franco-alemán.

Conviene, no obstante, admitir que la alternativa de oposición al tándem Merkel-Sarkocy la ha recibido como testigo el candidato socialista a presidir la República Francesa. Escribo estas líneas dos semanas antes de los comicios franceses. Toda la izquierda europea, especialmente la española, desorientada y sumida en su contradicción, está muy pendiente de lo que pueda hacer François Hollande si gana las elecciones. Sus propuestas de compaginar el férreo control de la deuda pública con los estímulos a la producción, dejan entrever una segunda vía de expectativas para superar la grave crisis europea. Esa fórmula mixta es, según la opinión más generalizada de los analistas económicos –también del propio Rajoy– la que más conviene aplicar en la singular y agónica encrucijada de España, amenazada de bancarrota por el  flanco de su desorbitada deuda, y de metástasis social, por el cáncer, no controlado, del desempleo.

De alcanzar la presidencia francesa, Hollande abriría una nuevo flanco en el frente de batalla de esta crisis global cuyos perfiles empiezan a ser tan genuinamente europeos que son pocos los que se resisten a no reducirla al ámbito exclusivo del viejo continente. De entrada, convengamos que Hollande está solo. Los socialdemócratas nórdicos están perdidos. Los británicos, descalabrados. Los españoles, pendientes de su gesto. Los alemanes, coaligados en el gobierno de Angela Merkel. La canciller parece cada vez más fortificada en su intransigencia. No le han ido mal las cosas a esta demócrata cristiana que no dudó en su día de aliarse con los socialdemócratas del SPD para “invertir la tendencia a la baja” del déficit aumentando impuestos y recortando beneficios sociales. Su política de austeridad, disciplina y pragmatismo, iniciada en 2005, antes de que estallara la crisis, la han convertido en “The Decider” (“La que decide”) en Europa. ¿Qué podría hacer Hollande ante su efigie impasible? 

Más bien será qué puede hacer Angela Merkel por Francia, por Italia y por España, empezando por esta última, la más amenazada de las tres. La deuda española es un serio quebradero de cabeza para la caja común económica de Europa. Tres cuartas partes de los acreedores extranjeros de la deuda española corresponden a países europeos, con Francia (el 27% del total) a la cabeza; el dato justificaría la fijación que demostró Sarkocy por España durante su campaña electoral. Alemania, el 9%. Mientras Europa pueda resistir la presión de nuestra deuda sin necesidad de intervención, Merkel no dará su brazo a torcer. Tal vez sólo el argumento de que seis millones de parados en España desbordarían los diques de contención de la deuda, como puede suceder si no cuajan las medidas de estímulo al empleo, podrían hacerle cambiar de actitud. Los próximos meses pueden ser cruciales porque, llegado ese caso, Hollande sí puede hacer entender a la canciller el alcance del daño que la caída de España ocasionaría a su economía en particular. La socialdemocracia ha sido la gran perdedora de esta crisis. Con Hollande le llega la primera oportunidad de refundarse. Sería un error que lo hiciera enfrentándose a los mercados.  

Sólo queda echarse el fusil al hombro y atender la consigna: sangre, sudor y lágrimas. Y aguardar a que enmudezcan los bramidos de los Stukas. Las prioridades adquieren el valor de las exigencias ineludibles: Durante 2010, la Administración Central tuvo que acudir a los mercados en 52 ocasiones –más de 4 veces por mes– para pedir prestados 208.000 millones de euros. En los once primeros meses de 2011, se acudió a los mercados en 41 ocasiones para pedir prestados 161.000 millones de euros. En 2012 vencen 116.000 millones de euros. Ése es el único parte de guerra que se ciñe a la realidad de la batalla que libra España –y los españoles– dentro y fuera de sus fronteras para poder sobrevivir.

Sólo con los intereses que se pagan por la deuda se podrían haber evitado los recortes anunciados por Rajoy al poco de tomar posesión de su cargo. La sangría del paro –el factor más desestabilizador de la crisis– es una consecuencia directa del estado general de nuestras cuentas. Los años de bonanza económica, de desarrollismo especulativo y a la sombra de la corrupción, de voracidad ilimitada en la banca, no han sido empleados para cambiar las bases de nuestra economía y asentarla en principios de racionalidad y sostenibilidad.

No han sido años perdidos, sin embargo, por los avances experimentados en muchos campos. Pero han sido años muy mal aprovechados. Nuestra clase política no fue capaz de advertir la amenaza especulativa y de subvertir la tendencia al despilfarro de las administraciones y al pelotazo fácil de bancos y empresarios –también de los consumidores– con planteamientos imaginativos e introduciendo modelos productivos innovadores.

Conviene, sin embargo, hacer cuanto antes borrón y cuenta nueva. Olvidar a los culpables. Admitir que los recortes, la angustia y el sufrimiento son inevitables. Más allá de esa línea agónica está el hundimiento de nuestro sistema de bienestar o salvar los muebles del sistema. Y esto es así porque el sistema somos todos. No se puede atajar la pandemia desde la izquierda ni desde la derecha. La única política exigible es la que puede hacerse. 

La crisis no distingue ideologías, nacionalidades, regiones, ciudades, pueblos, aldeas, bancos, familias, empresas, trabajadores. La deuda cántabra es, como la andaluza, o la de CAM, o la de Alpedrete, un apunte contable en la “caja común” que registra el debe y el haber de la economía española. La deuda del Estado es la de todos. También de la Eurozona. Un estornudo de Bankia puede constipar no sólo a los madrileños; también a los catalanes, a los gallegos, a los del Languedoc francés, a los bávaros y a los del Peloponeso. Como en el juego de las matrioskas rusas, las diecisiete muñecas se albergan en los huecos que dejan cada una de ellas, y todas, finalmente, en el de la muñeca mayor. Sólo hay una “caja”. La guerra es de todos. Aunque unos la sufran más que otros.

Resulta insoslayable la percepción de que la angustia existencial –la tentación al suicidio moral, en expresión de otros– anuncia la llegada de una revolución social. Pero, como diría un carismático personaje del cineasta Richard Brooks, “las revoluciones han dejado de ser bellas historias de amor”. Ya nadie espera en las bastillas de París, ni en los palacios de invierno de San Petersburgo. Y, sin embargo, aún es posible la esperanza: aguarda al otro lado de las protestas que se expanden por las plazas de todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos no son culpables. Es el momento de que los ciudadanos alcen los valores de la ética y de la dignidad. La crisis la inventaron los banqueros y sus codiciosas alianzas. La lección del sufrimiento debe ser aprendida. Con la crisis ha llegado la oportunidad de regenerar conciencias, de cargar las baterías de esa dignidad ciudadana degradada. De iniciar la catarsis. Habrá un tiempo distinto. Y el hombre tendrá que ser, también, distinto si quiere hacerse merecedor de una nueva clase de felicidad.

martes, 10 de abril de 2012

HAY QUE SALVAR AL ESTADO


Nunca me ha resultado simpática Esperanza Aguirre, pero ahora le doy toda la razón. El gran error de la transición política española fue "el café para todos". Ahora lo estamos pagando. España tiene muchos problemas, pero todos ellos se resumen en uno: la estructura del Estado es la de un estado rico y despilfarrador. El Estado ha sido debilitado hasta la extenuación. España no tiene credibilidad ante los mercados porque la crisis ha descubierto sus debilidades internas; su falta de cohesión; su incapacidad para poner orden dentro de la nación. Es el momento de revisar la estructura territorial del Estado y aprovechar la crisis para dotarlo de eficacia, rotundidad, poder y transparencia. Tiene razón Rosa Díez –otra mujer– cuando clama por un pacto de legislatura. Hay que salvar al Estado. La crisis no la puede resolver ni la derecha ni la izquierda. Sólo un Estado fuerte y capaz. Hay que salvar a España de la intervención. Para hacerlo, debemos salvar, antes, al Estado.
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domingo, 22 de mayo de 2011

YO TAMBIÉN SOY UN INDIGNADO


Y quién no lo es. Hay tantos motivos para serlo que es difícil saber por dónde empezar. La náusea que provoca nuestro vómito ha sido causada por factores extraños y dispares. Nada es ajeno a ese metabolismo compulsivo que nos ha hecho tan temerosos y precavidos en los últimos años. Para empezar, bastaría observar las reacciones de nuestra clase política en plena campaña electoral para admitir que también ellos han cambiado: han pasado de ser acusadores entre sí, a ser acusados por el pueblo. Por mucho que disimulen, tienen miedo ante lo imprevisible. Esto es una catarsis, y, lamentablemente, la clase política española entiende mejor la teoría de la corrupción que los fundamentos morales de la catarsis. 

Sorprendidos por los acontecimientos, la revuelta les ha hecho un poco más cínicos, más oportunistas y desvergonzados. Los políticos nunca imaginaron que la calle se hiciera un clamor de indignación en vísperas de descorchar el cava de la victoria o prometer una leal oposición al sistema. ¿De qué victoria? ¿De qué espíritu de lealtad? Ahora, la victoria es, sólo, sobrevivir. La lealtad es hacer de tripas corazón y ser fiel, en la medida en que se pueda, al sistema. Esta rebelión sólo pretende defender el derecho a sobrevivir. No es un ataque contra el sistema. Es una reacción vital ante la disyuntiva de modificar el sistema para seguir vivos. Una emoción desbordante dominada por la cordura.

“Lo mejor de 2011 es que será mejor que 2012”, dijo recientemente un lúcido empresario. Y así, hasta el dios de los mercados sabe cuándo. “No, nosotros no hemos causado esta crisis”, dicen los dirigentes políticos. ¡Naturalmente que no! Pero, ¿quiénes la han gestionado? Bastaría acudir a la hemeroteca del más humilde periódico de provincias para descubrir que el Gobierno de este país empezó a hablar de crisis cuando los ciudadanos europeos de los Pirineos para arriba salían todos los días de sus casas con paraguas para resguardarse de lo que estaba cayendo.

¿Cómo es posible que los políticos no hayan advertido hasta ahora que las conciencias de millones de ciudadanos ya no aguantan más? ¿Cómo es posible que eximios grupos de politólogos y de miles asesores en nómina de presidentes, secretarios generales y alcaldes no hayan sospechado, ni siquiera intuido, que esta “Spanish revolution”, revuelta callejera, grito unánime de protesta, indignación, como quiera llamársele, estallaría tarde o temprano sin contar con ellos y en contra de ellos? Bastaría haber admitido algo tan elemental  como que la presión que ejercen cinco millones de parados sobre las arterias esclerotizadas de una economía renqueante como la española no la puede soportar el más grande de los corazones. Ni siquiera el corazón del más sufrido y generoso pueblo: el pueblo español. Tarde o temprano, llegaría el aviso de la letal parada respiratoria. Es lo que ha ocurrido. Un clamoroso aviso.

Los españoles están siendo sometidos a un castigo atroz. La clase política –izquierdas y derechas– que nos gobierna o pretende gobernarnos se rasga ahora sutilmente las vestiduras con tibios, melifluos, inconsistentes, oportunistas, comentarios sobre cuanto sucede en las plazas del país. “Es comprensible”, dicen. El análisis superficial de sus discursos revelaría un cúmulo de obviedades que sonrojaría al observador más imparcial. A veces da la impresión de que ni saben ni contestan. ¿Demasiado ingenuos o demasiado confiados en que todo lo tenían muy atado? 

Los socialistas son los más mesurados, porque la revuelta les ha cogido más desprevenidos que a ninguna otra formación. “Tú también, hijo mío?”. Es lo que sucede por creerse el ombligo del progresismo. La derecha es la más crítica, quizá por entender que podría ser la más perjudicada en las urnas. Como siempre, pronto dirá que se trata de una nueva conspiración judeo-masónica. En ambos casos ya se sabe que, tanto en la izquierda como en la derecha, los movimientos del contrario están inducidos por la sospecha de que los hace el demonio.

La izquierda, por el contrario, ha reaccionado con soflamas incendiarias y vítores, poco menos que tendiendo la mano a los rebeldes, a los que parece que ha inventado para la ocasión. Que un partido de izquierdas aguarde a que se produzca un movimiento como el del 15-M parecería un despropósito de lo más oportunista. Más de uno podrá explicarse ahora el papel puramente testimonial al que ha sido relegada por la sociedad española en los últimos veinte años.

¿Y los sindicatos? A Fernández Toxo le ha sorprendido la tempestad cuando se sentaba en el trono de los sindicatos europeos. Enhorabuena. Si existe algún culpable directo –entendiendo como tal a la cerilla que ha prendido la mecha de la indignación– ése son los sindicatos. Instituciones reivindicativas y herederas de los ideales revolucionarios convertidas en enormes máquinas burocráticas. He ahí los resultados de su lucha por los ideales de la igualdad y de la solidaridad: cinco millones de parados, una generación de jóvenes perdida y una dubitativa complicidad con el poder que, a veces, resulta, por tratarse de quien se trata, hasta sarcástica.

Y los empresarios. Pero ¿a qué empresarios apuntan con el índice estos rebeldes del 15-M? Desde luego, no a los pequeños y medianos. Mucho menos a los tres millones de autónomos que se arrastran como pueden para sobrevivir en medio de la pandemia. Los otros culpables, algunos de ellos rozando la ignominia, son los grandes empresarios parapetados en la gran trinchera del IBEX 32, probablemente algunos de ellos cómplices de Lheman Brothers y de los paraísos fiscales que ni el mismísimo Obama se atreve a desenmascarar. Los grandes empresarios españoles no han dicho ni mu. Siguen gestionando la crisis mirando por debajo de la puerta la patita de Rodríguez Zapatero.

Sería suficiente reparar en las reacciones de las distintas fuerzas políticas, financieras y sociales de este país, incluidos muchos medios de comunicación, prudentes en exceso, expectantes, posibilistas, para justificar, en esencia, esta revuelta de cientos de miles de indignados. ¿Sólo indignados? Ya no se trataría de contrastar los polos opuestos de ejemplos y testimonios a incluir en un hipotético ideario o manual del movimiento del 15-M. Su razón de ser es la ignorancia de nuestros gobernantes; su flagrante incapacidad para detectar la verdadera dimensión del drama que vive la sociedad española mientras ellos, ausentes de la cruel realidad, se esfuerzan en mostrar en pancartas electorales y en mítines a sus incondicionales el más seductor rostro de la mentira. Por todo ello, yo también soy un indignado.