domingo, 22 de mayo de 2011

YO TAMBIÉN SOY UN INDIGNADO


Y quién no lo es. Hay tantos motivos para serlo que es difícil saber por dónde empezar. La náusea que provoca nuestro vómito ha sido causada por factores extraños y dispares. Nada es ajeno a ese metabolismo compulsivo que nos ha hecho tan temerosos y precavidos en los últimos años. Para empezar, bastaría observar las reacciones de nuestra clase política en plena campaña electoral para admitir que también ellos han cambiado: han pasado de ser acusadores entre sí, a ser acusados por el pueblo. Por mucho que disimulen, tienen miedo ante lo imprevisible. Esto es una catarsis, y, lamentablemente, la clase política española entiende mejor la teoría de la corrupción que los fundamentos morales de la catarsis. 

Sorprendidos por los acontecimientos, la revuelta les ha hecho un poco más cínicos, más oportunistas y desvergonzados. Los políticos nunca imaginaron que la calle se hiciera un clamor de indignación en vísperas de descorchar el cava de la victoria o prometer una leal oposición al sistema. ¿De qué victoria? ¿De qué espíritu de lealtad? Ahora, la victoria es, sólo, sobrevivir. La lealtad es hacer de tripas corazón y ser fiel, en la medida en que se pueda, al sistema. Esta rebelión sólo pretende defender el derecho a sobrevivir. No es un ataque contra el sistema. Es una reacción vital ante la disyuntiva de modificar el sistema para seguir vivos. Una emoción desbordante dominada por la cordura.

“Lo mejor de 2011 es que será mejor que 2012”, dijo recientemente un lúcido empresario. Y así, hasta el dios de los mercados sabe cuándo. “No, nosotros no hemos causado esta crisis”, dicen los dirigentes políticos. ¡Naturalmente que no! Pero, ¿quiénes la han gestionado? Bastaría acudir a la hemeroteca del más humilde periódico de provincias para descubrir que el Gobierno de este país empezó a hablar de crisis cuando los ciudadanos europeos de los Pirineos para arriba salían todos los días de sus casas con paraguas para resguardarse de lo que estaba cayendo.

¿Cómo es posible que los políticos no hayan advertido hasta ahora que las conciencias de millones de ciudadanos ya no aguantan más? ¿Cómo es posible que eximios grupos de politólogos y de miles asesores en nómina de presidentes, secretarios generales y alcaldes no hayan sospechado, ni siquiera intuido, que esta “Spanish revolution”, revuelta callejera, grito unánime de protesta, indignación, como quiera llamársele, estallaría tarde o temprano sin contar con ellos y en contra de ellos? Bastaría haber admitido algo tan elemental  como que la presión que ejercen cinco millones de parados sobre las arterias esclerotizadas de una economía renqueante como la española no la puede soportar el más grande de los corazones. Ni siquiera el corazón del más sufrido y generoso pueblo: el pueblo español. Tarde o temprano, llegaría el aviso de la letal parada respiratoria. Es lo que ha ocurrido. Un clamoroso aviso.

Los españoles están siendo sometidos a un castigo atroz. La clase política –izquierdas y derechas– que nos gobierna o pretende gobernarnos se rasga ahora sutilmente las vestiduras con tibios, melifluos, inconsistentes, oportunistas, comentarios sobre cuanto sucede en las plazas del país. “Es comprensible”, dicen. El análisis superficial de sus discursos revelaría un cúmulo de obviedades que sonrojaría al observador más imparcial. A veces da la impresión de que ni saben ni contestan. ¿Demasiado ingenuos o demasiado confiados en que todo lo tenían muy atado? 

Los socialistas son los más mesurados, porque la revuelta les ha cogido más desprevenidos que a ninguna otra formación. “Tú también, hijo mío?”. Es lo que sucede por creerse el ombligo del progresismo. La derecha es la más crítica, quizá por entender que podría ser la más perjudicada en las urnas. Como siempre, pronto dirá que se trata de una nueva conspiración judeo-masónica. En ambos casos ya se sabe que, tanto en la izquierda como en la derecha, los movimientos del contrario están inducidos por la sospecha de que los hace el demonio.

La izquierda, por el contrario, ha reaccionado con soflamas incendiarias y vítores, poco menos que tendiendo la mano a los rebeldes, a los que parece que ha inventado para la ocasión. Que un partido de izquierdas aguarde a que se produzca un movimiento como el del 15-M parecería un despropósito de lo más oportunista. Más de uno podrá explicarse ahora el papel puramente testimonial al que ha sido relegada por la sociedad española en los últimos veinte años.

¿Y los sindicatos? A Fernández Toxo le ha sorprendido la tempestad cuando se sentaba en el trono de los sindicatos europeos. Enhorabuena. Si existe algún culpable directo –entendiendo como tal a la cerilla que ha prendido la mecha de la indignación– ése son los sindicatos. Instituciones reivindicativas y herederas de los ideales revolucionarios convertidas en enormes máquinas burocráticas. He ahí los resultados de su lucha por los ideales de la igualdad y de la solidaridad: cinco millones de parados, una generación de jóvenes perdida y una dubitativa complicidad con el poder que, a veces, resulta, por tratarse de quien se trata, hasta sarcástica.

Y los empresarios. Pero ¿a qué empresarios apuntan con el índice estos rebeldes del 15-M? Desde luego, no a los pequeños y medianos. Mucho menos a los tres millones de autónomos que se arrastran como pueden para sobrevivir en medio de la pandemia. Los otros culpables, algunos de ellos rozando la ignominia, son los grandes empresarios parapetados en la gran trinchera del IBEX 32, probablemente algunos de ellos cómplices de Lheman Brothers y de los paraísos fiscales que ni el mismísimo Obama se atreve a desenmascarar. Los grandes empresarios españoles no han dicho ni mu. Siguen gestionando la crisis mirando por debajo de la puerta la patita de Rodríguez Zapatero.

Sería suficiente reparar en las reacciones de las distintas fuerzas políticas, financieras y sociales de este país, incluidos muchos medios de comunicación, prudentes en exceso, expectantes, posibilistas, para justificar, en esencia, esta revuelta de cientos de miles de indignados. ¿Sólo indignados? Ya no se trataría de contrastar los polos opuestos de ejemplos y testimonios a incluir en un hipotético ideario o manual del movimiento del 15-M. Su razón de ser es la ignorancia de nuestros gobernantes; su flagrante incapacidad para detectar la verdadera dimensión del drama que vive la sociedad española mientras ellos, ausentes de la cruel realidad, se esfuerzan en mostrar en pancartas electorales y en mítines a sus incondicionales el más seductor rostro de la mentira. Por todo ello, yo también soy un indignado.