LA OSCURIDAD DEL POZO
Manuel Mira Candel
Periodista y escritor
Uno de los
datos más escalofriantes sobre la situación de emergencia que vive este país es
el de la deuda privada. Al día siguiente de la comparecencia del Presidente
Rajoy en el Congreso de los Diputados para decir, con otras palabras, lo que ya
manifestara Winston Churchill al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial,
“sangre, sudor y lágrimas”, el diario “El País”, en un desconcertante editorial
que causó zozobra entre las filas del PSOE, empezó a llamar a las cosas por su
nombre. Entre líneas, como quien no quiere la cosa, dijo que el principal
problema de este país era la deuda privada.
A fuerza de
hablar todos los días de la deuda pública, nos habíamos olvidado de la privada.
Sospechosamente, pocos se han pronunciado sobre ella. En el cajón de sastre de
la economía globalizada, nos había pasado inadvertido el rudimentario libro de
cuentas de los gastos e ingresos de los ciudadanos, familias y empresas. En
solo ocho años, de 2001 a 2008, es decir, durante la década de oro de nuestra
economía, la deuda privada pasó del 100% al 200% del PIB. Si el PIB de España
es de algo más de un billón de euros, la deuda privada española rondaría, pues,
en 2009, los dos billones de euros. No son las cuentas del Gran Capitán; son la
quintaesencia del drama que vivimos.
“Este hecho
demuestra que el motor del crecimiento económico en España estuvo basado en la
industria del crédito”, ha manifestado una empresa de reconocidos analistas
económicos. A tenor de esa conclusión, cabe preguntarse por qué los españoles
nos endeudamos durante ese periodo de vacas gordas por el doble de lo que
producía el país. La respuesta no admitiría ningún género de dudas: El motor
del espectacular crecimiento económico de España había sido accionado por las
turbinas del crédito. Mucho más que por producir, este país crecía por lo mucho
que los bancos le prestaban a sus ciudadanos y, en consecuencia, por lo mucho
que los ciudadanos gastaban y se endeudaban. Independientemente de lo que
gastaba el Estado y las comunidades autónomas, en cualquier caso menos de la
mitad de lo que lo hacía la sociedad española en su conjunto.
En consecuencia,
este país se convirtió, justo en esa década, en una colosal máquina de
despilfarrar lo que no poseía. Tan escandalosa deuda se frenó, como en un
encefalograma plano, en 2009. Justo el año en el que los españoles, entrampados
hasta las cejas, no pudieron mantener el ritmo de endeudamiento de los años
previos; el año en el que sus ahorros empezaron a resultar insuficientes para
afrontar sus compromisos crediticios; el año en el que los activos tóxicos de
los bancos, es decir, los préstamos de difícil o imposible cobro, colapsaron el
sistema financiero; el año en el que la banca inició su exposición al contagio
de la falta de liquidez de sus colegas intervenidos por el Estado o a punto de
serlo –léase la puntita del iceberg de Bankia–. El año, en fin, en que Zapatero
se quedó pasmado por cuanto ocurría y Rajoy cayó en la soberbia de creer que
podía cuadrar las cuentas de este país.
Para ilustrar
tan macabro escenario, bastaría recordar que ni los trescientos mil millones de
euros inyectados por el Banco Central Europeo a la banca española han supuesto
una mínima reactivación en el sistema financiero español. ¿De qué dimensiones
es el agujero de la economía española? Nadie se atreve a hacer una precisión.
Asusta imaginarla. Probablemente, de casi tres billones de euros. Ante la
visión de tan insondable abismo, ¿quién se atreve a dar de comer a semejante
monstruo? ¿Qué inversor apostaría por reanimar a ese enfermo que se muere
víctima del irresponsable descontrol de quienes ejercieron y ejercen el poder,
de la insaciable codicia de los bancos y de millones de ciudadanos impacientes
por poseer lo que tal vez nunca pretendieron poseer?
Reconozco que
el panorama es deprimente, asfixiante. Me duele reconocerlo así. Mi país, mi
familia, mis amigos, mi tierra ya no serán nunca lo que fueron. Tampoco el
mundo, ni Europa, ni la calle en la que vivo, ni el municipio en el que estoy
censado. Como tampoco lo es el aire, ni el mar, ni la nieve, ni mis pueblos
entrañables. Todo ha empezado a ser diferente. Este país, los españoles, se
engañan a sí mismos queriendo ver una realidad que no se ajusta al fondo de la
verdad: el espejo hecho añicos de un sueño que nunca mereció serlo. La
esperanza llegará cuando admitamos que también hemos sido nosotros quienes lo
hemos roto. La oscuridad a la que nos asomamos dejaría de impresionarnos si nos
viéramos al final del pozo tal como somos: distintos de lo que fuimos. Hacia
afuera, no hay marcha atrás. La única salida posible es hacia dentro de nuestra
piel. Empezar a ser distintos no es un drama. A corto plazo, sería la única
inversión a salvo de la contaminación de los mercados.
Me pregunto,
otra vez: ¿Es posible una revolución? Es tal el poder del enemigo que lo hace
invisible. Las bastillas y los palacios de invierno están dentro de nosotros
mismos. Aun entrampados hasta las cejas nos queda nuestra inviolable capacidad
de discernir.