EL AÑO QUE NOS ROBÓ LA PALABRA
Manuel Mira Candel
El mayor desastre del año
que acaba de irse por la puerta trasera de la historia es el que ha sufrido la
palabra. La expresión más noble del hombre. A base de despojar a las palabras
de su significado real, los políticos, los corruptos, los oportunistas, las han
envilecido y vaciado de contenido. Por eso un dólar tiene más valor que una
palabra.
Antes, la palabra precisa, enaltecida por
su significado, la que despeja las dudas de la mente y relumbra en los ojos,
concedía al que la pronunciaba el valor de la confianza y a quien la escuchaba
el de la esperanza. Ahora, confianza y esperanza, como tantas otras, son dos
palabras sojuzgadas, desterradas en un desierto de arenas infinitas, enterradas
en la sima más profunda de los océanos.
En este campo desolado por la peste,
propagada por ratas alimentadas en las alcantarillas de Wall Street, se pudren
las raíces de las flores más radiantes y de las palabras más bellas. Recién
engullido 2013 por la pandemia de la crisis, nadie se apresta a resembrar los campos,
y lo peor: el hombre, humillado, empieza a acostumbrarse al maloliente paisaje.
Ya nadie repara en que la palabra es la espada de la dignidad, la única forma
de conquistar bastillas.
Las bellas historias de amor que fueron
las revoluciones solo pueden ser recuperadas con las palabras que las hicieron
posible: rebeldía, barricadas, lucha. Si la derecha sigue horrorizándose ante
ellas, la izquierda las ha convertido en pancartas panfletarias. “Siempre hay
que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla”, proclamó
Caballero Bonald cuando le concedieron el Cervantes. Sin ese afán de
reconquista nada puede hacerse en los tiempos que corren, y las bastillas se
antojan inaccesibles.
Las aguas encabritadas del río que lo
desborda todo, y lo destruye todo a su paso, discurren entre dos orillas que no
parecen pertenecer al mismo río. En su margen derecha brotan las plantas bordes
de la intolerancia, del integrismo, del fundamentalismo religioso; en su margen
izquierda, del dogmatismo, de la demagogia, del sectarismo. Los políticos han
hecho de la crisis la razón de ser de
sus cargos, de sus afanes por mantenerse amarrados a la proa del buque,
mientras millones de ciudadanos desesperan arrastrados por la corriente.
“¡Alcánzame la luna Helicón!”, gritaba el
Calígula de Albert Camus en su delirio fatalista. Bastaría recuperar algunas de
las palabras arrebatadas para tender puentes que unan esas orillas, y alcanzar,
por qué no, la luna de la redención: convivencia, solidaridad, generosidad,
unión. Creer en esas palabras de esperanza es empezar a regenerar la vida, pero
los políticos solo creen en la razón de la crisis.
El discurso de los mercados se ha impuesto
al de los políticos, desposeídos del
poder de la palabra. En plena debacle de la crisis global, las distintas
opciones ideológicas se exhiben en un patético circo en el que a los
trapecistas les sudan las manos y a los payasos se les corre el rímel. La
crisis ha envilecido los discursos. Los políticos trasnochados se esfuerzan
inútilmente en disfrazar sus discursos vacíos, como los malos actores que
sobreactúan ante cientos de espectadores aburridos y despechados.
¿Dónde está el líder capaz de inventar un
discurso nuevo? Capaz de recuperar las palabras que los ciudadanos desean
escuchar. A la socialdemocracia europea –los descendientes de Palme, Brandt,
Wilson, Mitterrand, González– le ocurre lo que al periodismo: no sabe dónde
está la solución a los problemas. Se ha quedado sin palabras, que es tanto como
decir sin poder de convicción, sin ideas, sin imaginación, sin audacia. Y a la
derecha solo le importa el traje a medida de la razón macroeconómica, sin ningún rubor a la hora de
excederse en sus límites y de incurrir en flagrantes contradicciones: menos
ricos cada vez más ricos, más pobres cada vez más pobres.
Mientras la izquierda insiste en sus
advertencias de que se está desmantelando el estado del bienestar, la derecha
se aferra a su convicción de que solo taponando las cañerías y escapes
provocados por el estado del bienestar se puede asegurar su mantenimiento. He
ahí el enunciado básico del debate en el que están enfrascadas las sociedades
democráticas occidentales. Mientras, la izquierda emergente antisistema se
yuxtapone a la cada vez más pujante presencia de la extrema derecha, también
antisistema. Una y otra saben que nunca alcanzarán el poder. De ahí los
exabruptos.
El discurso ideológico, la confrontación, no es
el debate. El debate imprescindible para evitar la tragedia –y aún posible– es
pactar. Un debate, inspirado en la inteligencia y la sensatez del hombre,
orientado a pactar la regeneración, el cambio, la transformación, la esperanza
en los ciudadanos, la recuperación de las palabras perdidas. El año recién
muerto se ha llevado a su tumba el debate del compromiso y del sentido común. La
palabra dorada. Tal vez sobrevivan algunas mentes lúcidas dispuestas a saquear
ese sepulcro y a resucitar las únicas criaturas que pueden tender sus manos
para acercar las dos orillas.