sábado, 25 de enero de 2014


EL AÑO QUE NOS ROBÓ LA PALABRA

Manuel Mira Candel

El mayor desastre del año que acaba de irse por la puerta trasera de la historia es el que ha sufrido la palabra. La expresión más noble del hombre. A base de despojar a las palabras de su significado real, los políticos, los corruptos, los oportunistas, las han envilecido y vaciado de contenido. Por eso un dólar tiene más valor que una palabra.
Antes, la palabra precisa, enaltecida por su significado, la que despeja las dudas de la mente y relumbra en los ojos, concedía al que la pronunciaba el valor de la confianza y a quien la escuchaba el de la esperanza. Ahora, confianza y esperanza, como tantas otras, son dos palabras sojuzgadas, desterradas en un desierto de arenas infinitas, enterradas en la sima más profunda de los océanos.
En este campo desolado por la peste, propagada por ratas alimentadas en las alcantarillas de Wall Street, se pudren las raíces de las flores más radiantes y de las palabras más bellas. Recién engullido 2013 por la pandemia de la crisis, nadie se apresta a resembrar los campos, y lo peor: el hombre, humillado, empieza a acostumbrarse al maloliente paisaje. Ya nadie repara en que la palabra es la espada de la dignidad, la única forma de conquistar bastillas.
Las bellas historias de amor que fueron las revoluciones solo pueden ser recuperadas con las palabras que las hicieron posible: rebeldía, barricadas, lucha. Si la derecha sigue horrorizándose ante ellas, la izquierda las ha convertido en pancartas panfletarias. “Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla”, proclamó Caballero Bonald cuando le concedieron el Cervantes. Sin ese afán de reconquista nada puede hacerse en los tiempos que corren, y las bastillas se antojan inaccesibles.
Las aguas encabritadas del río que lo desborda todo, y lo destruye todo a su paso, discurren entre dos orillas que no parecen pertenecer al mismo río. En su margen derecha brotan las plantas bordes de la intolerancia, del integrismo, del fundamentalismo religioso; en su margen izquierda, del dogmatismo, de la demagogia, del sectarismo. Los políticos han hecho de la crisis la razón de ser  de sus cargos, de sus afanes por mantenerse amarrados a la proa del buque, mientras millones de ciudadanos desesperan arrastrados por la corriente.
“¡Alcánzame la luna Helicón!”, gritaba el Calígula de Albert Camus en su delirio fatalista. Bastaría recuperar algunas de las palabras arrebatadas para tender puentes que unan esas orillas, y alcanzar, por qué no, la luna de la redención: convivencia, solidaridad, generosidad, unión. Creer en esas palabras de esperanza es empezar a regenerar la vida, pero los políticos solo creen en la razón de la crisis.
El discurso de los mercados se ha impuesto al de los políticos, desposeídos del  poder de la palabra. En plena debacle de la crisis global, las distintas opciones ideológicas se exhiben en un patético circo en el que a los trapecistas les sudan las manos y a los payasos se les corre el rímel. La crisis ha envilecido los discursos. Los políticos trasnochados se esfuerzan inútilmente en disfrazar sus discursos vacíos, como los malos actores que sobreactúan ante cientos de espectadores aburridos y despechados.
¿Dónde está el líder capaz de inventar un discurso nuevo? Capaz de recuperar las palabras que los ciudadanos desean escuchar. A la socialdemocracia europea –los descendientes de Palme, Brandt, Wilson, Mitterrand, González– le ocurre lo que al periodismo: no sabe dónde está la solución a los problemas. Se ha quedado sin palabras, que es tanto como decir sin poder de convicción, sin ideas, sin imaginación, sin audacia. Y a la derecha solo le importa el traje a medida de la razón  macroeconómica, sin ningún rubor a la hora de excederse en sus límites y de incurrir en flagrantes contradicciones: menos ricos cada vez más ricos, más pobres cada vez más pobres.    
Mientras la izquierda insiste en sus advertencias de que se está desmantelando el estado del bienestar, la derecha se aferra a su convicción de que solo taponando las cañerías y escapes provocados por el estado del bienestar se puede asegurar su mantenimiento. He ahí el enunciado básico del debate en el que están enfrascadas las sociedades democráticas occidentales. Mientras, la izquierda emergente antisistema se yuxtapone a la cada vez más pujante presencia de la extrema derecha, también antisistema. Una y otra saben que nunca alcanzarán el poder. De ahí los exabruptos.  
El  discurso ideológico, la confrontación, no es el debate. El debate imprescindible para evitar la tragedia –y aún posible– es pactar. Un debate, inspirado en la inteligencia y la sensatez del hombre, orientado a pactar la regeneración, el cambio, la transformación, la esperanza en los ciudadanos, la recuperación de las palabras perdidas. El año recién muerto se ha llevado a su tumba el debate del compromiso y del sentido común. La palabra dorada. Tal vez sobrevivan algunas mentes lúcidas dispuestas a saquear ese sepulcro y a resucitar las únicas criaturas que pueden tender sus manos para acercar las dos orillas.  

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario