miércoles, 18 de julio de 2012

 
LA OSCURIDAD DEL POZO

Manuel Mira Candel
Periodista y escritor

Uno de los datos más escalofriantes sobre la situación de emergencia que vive este país es el de la deuda privada. Al día siguiente de la comparecencia del Presidente Rajoy en el Congreso de los Diputados para decir, con otras palabras, lo que ya manifestara Winston Churchill al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, “sangre, sudor y lágrimas”, el diario “El País”, en un desconcertante editorial que causó zozobra entre las filas del PSOE, empezó a llamar a las cosas por su nombre. Entre líneas, como quien no quiere la cosa, dijo que el principal problema de este país era la deuda privada.
A fuerza de hablar todos los días de la deuda pública, nos habíamos olvidado de la privada. Sospechosamente, pocos se han pronunciado sobre ella. En el cajón de sastre de la economía globalizada, nos había pasado inadvertido el rudimentario libro de cuentas de los gastos e ingresos de los ciudadanos, familias y empresas. En solo ocho años, de 2001 a 2008, es decir, durante la década de oro de nuestra economía, la deuda privada pasó del 100% al 200% del PIB. Si el PIB de España es de algo más de un billón de euros, la deuda privada española rondaría, pues, en 2009, los dos billones de euros. No son las cuentas del Gran Capitán; son la quintaesencia del drama que vivimos.
“Este hecho demuestra que el motor del crecimiento económico en España estuvo basado en la industria del crédito”, ha manifestado una empresa de reconocidos analistas económicos. A tenor de esa conclusión, cabe preguntarse por qué los españoles nos endeudamos durante ese periodo de vacas gordas por el doble de lo que producía el país. La respuesta no admitiría ningún género de dudas: El motor del espectacular crecimiento económico de España había sido accionado por las turbinas del crédito. Mucho más que por producir, este país crecía por lo mucho que los bancos le prestaban a sus ciudadanos y, en consecuencia, por lo mucho que los ciudadanos gastaban y se endeudaban. Independientemente de lo que gastaba el Estado y las comunidades autónomas, en cualquier caso menos de la mitad de lo que lo hacía la sociedad española en su conjunto.
En consecuencia, este país se convirtió, justo en esa década, en una colosal máquina de despilfarrar lo que no poseía. Tan escandalosa deuda se frenó, como en un encefalograma plano, en 2009. Justo el año en el que los españoles, entrampados hasta las cejas, no pudieron mantener el ritmo de endeudamiento de los años previos; el año en el que sus ahorros empezaron a resultar insuficientes para afrontar sus compromisos crediticios; el año en el que los activos tóxicos de los bancos, es decir, los préstamos de difícil o imposible cobro, colapsaron el sistema financiero; el año en el que la banca inició su exposición al contagio de la falta de liquidez de sus colegas intervenidos por el Estado o a punto de serlo –léase la puntita del iceberg de Bankia–. El año, en fin, en que Zapatero se quedó pasmado por cuanto ocurría y Rajoy cayó en la soberbia de creer que podía cuadrar las cuentas de este país.
Para ilustrar tan macabro escenario, bastaría recordar que ni los trescientos mil millones de euros inyectados por el Banco Central Europeo a la banca española han supuesto una mínima reactivación en el sistema financiero español. ¿De qué dimensiones es el agujero de la economía española? Nadie se atreve a hacer una precisión. Asusta imaginarla. Probablemente, de casi tres billones de euros. Ante la visión de tan insondable abismo, ¿quién se atreve a dar de comer a semejante monstruo? ¿Qué inversor apostaría por reanimar a ese enfermo que se muere víctima del irresponsable descontrol de quienes ejercieron y ejercen el poder, de la insaciable codicia de los bancos y de millones de ciudadanos impacientes por poseer lo que tal vez nunca pretendieron poseer?
Reconozco que el panorama es deprimente, asfixiante. Me duele reconocerlo así. Mi país, mi familia, mis amigos, mi tierra ya no serán nunca lo que fueron. Tampoco el mundo, ni Europa, ni la calle en la que vivo, ni el municipio en el que estoy censado. Como tampoco lo es el aire, ni el mar, ni la nieve, ni mis pueblos entrañables. Todo ha empezado a ser diferente. Este país, los españoles, se engañan a sí mismos queriendo ver una realidad que no se ajusta al fondo de la verdad: el espejo hecho añicos de un sueño que nunca mereció serlo. La esperanza llegará cuando admitamos que también hemos sido nosotros quienes lo hemos roto. La oscuridad a la que nos asomamos dejaría de impresionarnos si nos viéramos al final del pozo tal como somos: distintos de lo que fuimos. Hacia afuera, no hay marcha atrás. La única salida posible es hacia dentro de nuestra piel. Empezar a ser distintos no es un drama. A corto plazo, sería la única inversión a salvo de la contaminación de los mercados.
Me pregunto, otra vez: ¿Es posible una revolución? Es tal el poder del enemigo que lo hace invisible. Las bastillas y los palacios de invierno están dentro de nosotros mismos. Aun entrampados hasta las cejas nos queda nuestra inviolable capacidad de discernir.

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