miércoles, 30 de mayo de 2012

CON EL FUSIL AL HOMBRO


 



CON EL FUSIL AL HOMBRO

MANUEL MIRA CANDEL

Hace unos días, en una espléndida serie de reportajes sobre la Segunda Guerra Mundial, me sobrecogió la  secuencia en la que un numeroso grupo de mujeres londinenses recibían instrucción militar de manos de oficiales del ejército británico. Resultaba cuanto menos pintoresco ver a mujeres canosas, regordetas, desgarbadas, ancianas en su mayoría, desfilar con el fusil al hombro preparándose para defender su ciudad de la invasión nazi que se anunciaba. Realmente habría sido gracioso si la escena, en sí misma, no hubiera transmitido la preocupación que registraban los rostros del improvisado ejército de abuelas dispuestas a la lucha. Aun resultando patética, la jocosa instrucción adquiría la dimensión de un acto singularmente heroico, hermoso.

Esas mujeres hacían lo único que estaban obligadas a hacer: defenderse. La decisión de aprender a defenderse, olvidando otros menesteres sustanciales, implica aceptar plenamente que la voluntad de hacerlo entroncaba con el sentimiento de cumplir con la obligación de salvar a su nación, a su tierra, a sus familias. No tenían otra opción. Su país se asomaba al abismo y ellas estaban dispuestas a evitar que llegara ese final aparentemente inexorable.

Tal vez, en los tiempos que corren, los sentimientos de seguridad y de defensa distan mucho de aquellos otros grabados en la mente y el corazón de las ancianas británicas, pero no hace falta profundizar demasiado para advertir que son, esencialmente, los mismos los que anidan en millones de españoles cercados por la angustia y sin esperanza. No existe diferencia entre el temor a las bombas y el temor al hambre. El temor es una avanzadilla de la muerte. Nadie distingue a una muerte de otra. Estamos en guerra, y el haber empezado a familiarizarnos con términos hasta ahora inusuales como prima de riesgo, déficit, intervención, rescate, deuda, nos sobrecoge tanto como a las abuelas londinenses escuchar las trompetas de terror de los Stukas. 

Aunque el escenario de la Inglaterra amenazaza por Hitler nada tenga que ver con el de la Europa de nuestros días en recesión económica, sí convendría recordar que, hace unos meses, el primer ministro italiano, Mario Monti, llamaba a su plan de recortes “Salvemos Italia”. Las lágrimas de la ministra de trabajo, Elsa Fornero, conmovida ante las duras medidas del severísimo plan de ajuste impuesto por Bruselas, no distaban mucho de parecerse a las de aquellas ancianas que escuchaban horrorizadas el vuelo en picado de los Stukas con los bramidos de sus “Trompetas de Jericó”. Mariano Rajoy no llora, pero a veces da la impresión de que su gesto y su voz se descomponen por la presión de un nudo en la garganta.

Sí, estamos en guerra. Y esa realidad, aparentemente frívola si es observada desde la perspectiva de una sociedad consumista y burguesa que lo ha tenido casi todo hasta hace poco tiempo, se extiende sobre el horizonte de todos con la crudeza y el escalofrío del tornado que avanza, implacable, engullendo todo lo que le sale al paso. Hablamos de pérdida de conquistas como si estuviéramos en el 98 y añoráramos la propiedad sobre Cuba: ¿Cómo se han logrado esas conquistas sociales: disponíamos realmente de capacidad para merecerlas y mantenerlas?

Ciertamente, todo ello –referencias bíblicas incluidas– puede causar la impresión de que vivimos en tiempos apocalípticos. ¿De qué si no? ¿Cómo cabría calificar la ruina material y moral de un país con previsiones de alcanzar en 2012 los seis millones de parados; con bolsas de pobreza inimaginables hace sólo unos meses; con cientos de ciudadanos que esperan la llegada de la madrugada para hacerse invisibles y buscar en la basura restos de comida con los que alimentarse; con 190.000 empresas destruidas por la crisis; con nuestra poderosa armada invencible de banqueros y financieros hundidos en la mentira de sus cuentas falseadas por los activos tóxicos y hundidos en el fango de su codicia; con la peste del sectarismo político –que ha contaminado a los medios de comunicación– prendiendo fuego en nuestras instituciones más representativas, en Las Cortes, en la Justicia, en el entramado autonómico del Estado?  

Veamos algunos parte de la guerra. Según datos recientes del Banco de España y del Banco Central Europeo, la deuda total española rozaba, a fines de 2011, los 800.000 millones de euros. La cantidad habría sido superada sustancialmente en el primer trimestre de 2012. El año recién terminado ha sido nefasto. Sólo la deuda de la Administración Central rondaba los 600.000 millones de euros, a la que habría que añadir los 140.000 de las comunidades autónomas y otros 40.000 de las corporaciones locales. A la vista de tan escandalosas cifras, uno no puede más que preguntarse: ¿Qué hemos hecho nosotros, los españoles, para merecer esto? La respuesta: gastar muchísimo más de lo que hemos ingresado. Todos hemos sido silenciosos cómplices de unas administraciones despilfarradoras e irresponsables y de unas entidades financieras a las que sólo la ebriedad de su codicia les eximiría de haber incurrido en prácticas mafiosas. 

 De acuerdo con los datos ya esgrimidos, ya en los últimos seis años del Gobierno de Felipe González la deuda casi se triplicó. Durante el mandato de José María Aznar se estabilizó su valor absoluto y se hizo disminuir el porcentaje de déficit. En los primeros años de su Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero logró mantener los equilibrios logrados en la legislatura anterior. Pero, a partir de 2007, la deuda se disparó. De hecho, se duplicó. Recuérdese que Zapatero pronunció por primera vez la palabra “crisis” casi un año después de acceder a un segundo mandato.

Desde marzo de 2008 (la quiebra de Lehman Brothers, primera gran detonación de la crisis, se produjo en septiembre de ese año)  a marzo de 2011, sólo la deuda de la Administración Central española se incrementó en algo más de  235.000 millones de euros, un 83 por ciento (de 285.000 a 521.000 millones). Más espectacular si cabe resulta la repercusión de esa deuda en los bolsillos de los españoles: en septiembre de 2009, el total de la deuda española era de 524.873 millones de euros; de ello se desprende que a cada habitante de este país le correspondía hacer frente a una deuda de 11.428 euros, casi dos millones de las antiguas pesetas.

En los últimos años nos hemos gastado de más casi el equivalente al PIB del país. Lo que se debe tiene que pagarse. La incontrovertible obligación de cumplir con ese precepto fija las prioridades de la clase política que nos gobierna. Lamentablemente, excluye otras no menos importantes, socialmente imprescindibles, y determina el comportamiento del Gobierno en una única e insoslayable dirección. Es triste, muy triste, para un gobierno, tener que desatender la aplicación de un programa ideológico para centrarse en el que le marcan sus socios europeos a fin de evitar la ruina del país. Es lamentable no haberlo hecho antes y es inevitable hacerlo ahora.

Zapatero lo entendió así demasiado tarde, en el agosto –su agosto negro– de 2011, cuando le anunciaron por teléfono que, de no obrar con celeridad, España sería intervenida. Rajoy, por el contrario, admitió el axioma de combatir la deuda desde mucho antes de aposentarse en La Moncloa. En realidad, Zapatero nunca supo lo que tenía que hacer, o quizá no se atrevía a hacer por una cuestión de formas; Rajoy, sí. A Zapatero le vino muy grande la crisis. Rajoy está dispuesto a que se le indigeste. Cuando surgieron las protestas, al poco de que Rajoy hiciera públicos los primeros recortes, un cabal analista político se preguntaba: “¿Pero es que alguien piensa en este país que se puede hacer algo diferente?”

Es la madre de todas las preguntas. En las actuales circunstancias, y con un déficit público incluso superior al previsto, ¿puede actuar Rajoy de manera diferente a como lo hace? ¿Le permiten sus socios europeos, más preocupados –y asustados– que nunca ante la hecatombe que supondría para la UE el rescate de la economía española, obrar de manera distinta? ¿Tiene el Presidente español capacidad de maniobra para fintar en su programa de reformas?

Hoy por hoy, nadie se atreve a contestar con rotundidad. Desde que el PP ganara las elecciones del 20-N, la izquierda española no ha hecho más que lamentarse de “las políticas equivocadas que lleva a cabo la derecha”, sin detenerse a pensar que fue ella la que no supo aplicar a su debido tiempo las políticas adecuadas, las mismas que, casi con toda probabilidad, no habría tenido más remedio que aplicar si los comicios le hubieran otorgado la victoria. Esto es, las mismas que está aplicando Rajoy, iniciadas en agosto de 2011 por Zapatero. No es de extrañar que, en las postrimerías de 2011, la confrontación en España de Gobierno y oposición adquiriera tintes surrealistas.  

Cuando empezó a tener conciencia del desastre que se avecinaba, Rodríguez Zapatero no se recató ante sus socios europeos al afirmar que la crisis sólo se superaría mediante medidas que incentivaran la producción. Se equivocó clamorosamente. Los planes que puso en marcha en 2009 ralentizaron la imparable escalada del desempleo, cierto, pero duplicaron la deuda española. A los mercados, lo que más les preocupa es la deuda, o lo que es lo mismo: la plena seguridad de que España pueda cumplir con sus compromisos de pago. La fiabilidad del Estado español. El agosto negro de 2011, cuando los mercados pusieron a España al pie de los caballos, no sólo determinó el fracaso de una tesis, débilmente defendida en los foros europeos; también la claudicación –vergonzante, en el seno de su partido– del último político de izquierdas en Europa frente al eje franco-alemán.

Conviene, no obstante, admitir que la alternativa de oposición al tándem Merkel-Sarkocy la ha recibido como testigo el candidato socialista a presidir la República Francesa. Escribo estas líneas dos semanas antes de los comicios franceses. Toda la izquierda europea, especialmente la española, desorientada y sumida en su contradicción, está muy pendiente de lo que pueda hacer François Hollande si gana las elecciones. Sus propuestas de compaginar el férreo control de la deuda pública con los estímulos a la producción, dejan entrever una segunda vía de expectativas para superar la grave crisis europea. Esa fórmula mixta es, según la opinión más generalizada de los analistas económicos –también del propio Rajoy– la que más conviene aplicar en la singular y agónica encrucijada de España, amenazada de bancarrota por el  flanco de su desorbitada deuda, y de metástasis social, por el cáncer, no controlado, del desempleo.

De alcanzar la presidencia francesa, Hollande abriría una nuevo flanco en el frente de batalla de esta crisis global cuyos perfiles empiezan a ser tan genuinamente europeos que son pocos los que se resisten a no reducirla al ámbito exclusivo del viejo continente. De entrada, convengamos que Hollande está solo. Los socialdemócratas nórdicos están perdidos. Los británicos, descalabrados. Los españoles, pendientes de su gesto. Los alemanes, coaligados en el gobierno de Angela Merkel. La canciller parece cada vez más fortificada en su intransigencia. No le han ido mal las cosas a esta demócrata cristiana que no dudó en su día de aliarse con los socialdemócratas del SPD para “invertir la tendencia a la baja” del déficit aumentando impuestos y recortando beneficios sociales. Su política de austeridad, disciplina y pragmatismo, iniciada en 2005, antes de que estallara la crisis, la han convertido en “The Decider” (“La que decide”) en Europa. ¿Qué podría hacer Hollande ante su efigie impasible? 

Más bien será qué puede hacer Angela Merkel por Francia, por Italia y por España, empezando por esta última, la más amenazada de las tres. La deuda española es un serio quebradero de cabeza para la caja común económica de Europa. Tres cuartas partes de los acreedores extranjeros de la deuda española corresponden a países europeos, con Francia (el 27% del total) a la cabeza; el dato justificaría la fijación que demostró Sarkocy por España durante su campaña electoral. Alemania, el 9%. Mientras Europa pueda resistir la presión de nuestra deuda sin necesidad de intervención, Merkel no dará su brazo a torcer. Tal vez sólo el argumento de que seis millones de parados en España desbordarían los diques de contención de la deuda, como puede suceder si no cuajan las medidas de estímulo al empleo, podrían hacerle cambiar de actitud. Los próximos meses pueden ser cruciales porque, llegado ese caso, Hollande sí puede hacer entender a la canciller el alcance del daño que la caída de España ocasionaría a su economía en particular. La socialdemocracia ha sido la gran perdedora de esta crisis. Con Hollande le llega la primera oportunidad de refundarse. Sería un error que lo hiciera enfrentándose a los mercados.  

Sólo queda echarse el fusil al hombro y atender la consigna: sangre, sudor y lágrimas. Y aguardar a que enmudezcan los bramidos de los Stukas. Las prioridades adquieren el valor de las exigencias ineludibles: Durante 2010, la Administración Central tuvo que acudir a los mercados en 52 ocasiones –más de 4 veces por mes– para pedir prestados 208.000 millones de euros. En los once primeros meses de 2011, se acudió a los mercados en 41 ocasiones para pedir prestados 161.000 millones de euros. En 2012 vencen 116.000 millones de euros. Ése es el único parte de guerra que se ciñe a la realidad de la batalla que libra España –y los españoles– dentro y fuera de sus fronteras para poder sobrevivir.

Sólo con los intereses que se pagan por la deuda se podrían haber evitado los recortes anunciados por Rajoy al poco de tomar posesión de su cargo. La sangría del paro –el factor más desestabilizador de la crisis– es una consecuencia directa del estado general de nuestras cuentas. Los años de bonanza económica, de desarrollismo especulativo y a la sombra de la corrupción, de voracidad ilimitada en la banca, no han sido empleados para cambiar las bases de nuestra economía y asentarla en principios de racionalidad y sostenibilidad.

No han sido años perdidos, sin embargo, por los avances experimentados en muchos campos. Pero han sido años muy mal aprovechados. Nuestra clase política no fue capaz de advertir la amenaza especulativa y de subvertir la tendencia al despilfarro de las administraciones y al pelotazo fácil de bancos y empresarios –también de los consumidores– con planteamientos imaginativos e introduciendo modelos productivos innovadores.

Conviene, sin embargo, hacer cuanto antes borrón y cuenta nueva. Olvidar a los culpables. Admitir que los recortes, la angustia y el sufrimiento son inevitables. Más allá de esa línea agónica está el hundimiento de nuestro sistema de bienestar o salvar los muebles del sistema. Y esto es así porque el sistema somos todos. No se puede atajar la pandemia desde la izquierda ni desde la derecha. La única política exigible es la que puede hacerse. 

La crisis no distingue ideologías, nacionalidades, regiones, ciudades, pueblos, aldeas, bancos, familias, empresas, trabajadores. La deuda cántabra es, como la andaluza, o la de CAM, o la de Alpedrete, un apunte contable en la “caja común” que registra el debe y el haber de la economía española. La deuda del Estado es la de todos. También de la Eurozona. Un estornudo de Bankia puede constipar no sólo a los madrileños; también a los catalanes, a los gallegos, a los del Languedoc francés, a los bávaros y a los del Peloponeso. Como en el juego de las matrioskas rusas, las diecisiete muñecas se albergan en los huecos que dejan cada una de ellas, y todas, finalmente, en el de la muñeca mayor. Sólo hay una “caja”. La guerra es de todos. Aunque unos la sufran más que otros.

Resulta insoslayable la percepción de que la angustia existencial –la tentación al suicidio moral, en expresión de otros– anuncia la llegada de una revolución social. Pero, como diría un carismático personaje del cineasta Richard Brooks, “las revoluciones han dejado de ser bellas historias de amor”. Ya nadie espera en las bastillas de París, ni en los palacios de invierno de San Petersburgo. Y, sin embargo, aún es posible la esperanza: aguarda al otro lado de las protestas que se expanden por las plazas de todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos no son culpables. Es el momento de que los ciudadanos alcen los valores de la ética y de la dignidad. La crisis la inventaron los banqueros y sus codiciosas alianzas. La lección del sufrimiento debe ser aprendida. Con la crisis ha llegado la oportunidad de regenerar conciencias, de cargar las baterías de esa dignidad ciudadana degradada. De iniciar la catarsis. Habrá un tiempo distinto. Y el hombre tendrá que ser, también, distinto si quiere hacerse merecedor de una nueva clase de felicidad.

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