CON EL FUSIL AL HOMBRO
MANUEL MIRA CANDEL
Hace unos días, en una espléndida
serie de reportajes sobre la Segunda Guerra Mundial, me sobrecogió la secuencia en la que un numeroso grupo
de mujeres londinenses recibían instrucción militar de manos de oficiales del
ejército británico. Resultaba cuanto menos pintoresco ver a mujeres canosas,
regordetas, desgarbadas, ancianas en su mayoría, desfilar con el fusil al
hombro preparándose para defender su ciudad de la invasión nazi que se
anunciaba. Realmente habría sido gracioso si la escena, en sí misma, no hubiera
transmitido la preocupación que registraban los rostros del improvisado
ejército de abuelas dispuestas a la lucha. Aun resultando patética, la jocosa
instrucción adquiría la dimensión de un acto singularmente heroico, hermoso.
Esas mujeres hacían lo
único que estaban obligadas a hacer: defenderse. La decisión de aprender a
defenderse, olvidando otros menesteres sustanciales, implica aceptar plenamente
que la voluntad de hacerlo entroncaba con el sentimiento de cumplir con la
obligación de salvar a su nación, a su tierra, a sus familias. No tenían otra
opción. Su país se asomaba al abismo y ellas estaban dispuestas a evitar que
llegara ese final aparentemente inexorable.
Tal vez, en los tiempos
que corren, los sentimientos de seguridad y de defensa distan mucho de aquellos
otros grabados en la mente y el corazón de las ancianas británicas, pero no
hace falta profundizar demasiado para advertir que son, esencialmente, los
mismos los que anidan en millones de españoles cercados por la angustia y sin
esperanza. No existe diferencia entre el temor a las bombas y el temor al
hambre. El temor es una avanzadilla de la muerte. Nadie distingue a una muerte
de otra. Estamos en guerra, y el haber empezado a familiarizarnos con términos
hasta ahora inusuales como prima de riesgo, déficit, intervención, rescate,
deuda, nos sobrecoge tanto como a las abuelas londinenses escuchar las
trompetas de terror de los Stukas.
Aunque el escenario de
la Inglaterra amenazaza por Hitler nada tenga que ver con el de la Europa de
nuestros días en recesión económica, sí convendría recordar que, hace unos
meses, el primer ministro italiano, Mario Monti, llamaba a su plan de recortes
“Salvemos Italia”. Las lágrimas de la ministra de trabajo, Elsa Fornero,
conmovida ante las duras medidas del severísimo plan de ajuste impuesto por
Bruselas, no distaban mucho de parecerse a las de aquellas ancianas que
escuchaban horrorizadas el vuelo en picado de los Stukas con los bramidos de sus
“Trompetas de Jericó”. Mariano Rajoy no llora, pero a veces da la impresión de
que su gesto y su voz se descomponen por la presión de un nudo en la garganta.
Sí, estamos en guerra. Y
esa realidad, aparentemente frívola si es observada desde la perspectiva de una
sociedad consumista y burguesa que lo ha tenido casi todo hasta hace poco
tiempo, se extiende sobre el horizonte de todos con la crudeza y el escalofrío
del tornado que avanza, implacable, engullendo todo lo que le sale al paso.
Hablamos de pérdida de conquistas como si estuviéramos en el 98 y añoráramos la
propiedad sobre Cuba: ¿Cómo se han logrado esas conquistas sociales:
disponíamos realmente de capacidad para merecerlas y mantenerlas?
Ciertamente, todo ello
–referencias bíblicas incluidas– puede causar la impresión de que vivimos en
tiempos apocalípticos. ¿De qué si no? ¿Cómo cabría calificar la ruina material
y moral de un país con previsiones de alcanzar en 2012 los seis millones de
parados; con bolsas de pobreza inimaginables hace sólo unos meses; con cientos
de ciudadanos que esperan la llegada de la madrugada para hacerse invisibles y
buscar en la basura restos de comida con los que alimentarse; con 190.000
empresas destruidas por la crisis; con nuestra poderosa armada invencible de
banqueros y financieros hundidos en la mentira de sus cuentas falseadas por los
activos tóxicos y hundidos en el fango de su codicia; con la peste del
sectarismo político –que ha contaminado a los medios de comunicación–
prendiendo fuego en nuestras instituciones más representativas, en Las Cortes,
en la Justicia, en el entramado autonómico del Estado?
Veamos algunos parte de
la guerra. Según datos recientes del Banco de España y del Banco Central
Europeo, la deuda total española rozaba, a fines de 2011, los 800.000 millones
de euros. La cantidad habría sido superada sustancialmente en el primer
trimestre de 2012. El año recién terminado ha sido nefasto. Sólo la deuda de la
Administración Central rondaba los 600.000 millones de euros, a la que habría
que añadir los 140.000 de las comunidades autónomas y otros 40.000 de las
corporaciones locales. A la vista de tan escandalosas cifras, uno no puede más
que preguntarse: ¿Qué hemos hecho nosotros, los españoles, para merecer esto?
La respuesta: gastar muchísimo más de lo que hemos ingresado. Todos hemos sido
silenciosos cómplices de unas administraciones despilfarradoras e
irresponsables y de unas entidades financieras a las que sólo la ebriedad de su
codicia les eximiría de haber incurrido en prácticas mafiosas.
De acuerdo con los datos ya esgrimidos,
ya en los últimos seis años del Gobierno de Felipe González la deuda casi se
triplicó. Durante el mandato de José María Aznar se estabilizó su valor
absoluto y se hizo disminuir el porcentaje de déficit. En los primeros años de
su Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero logró mantener los equilibrios
logrados en la legislatura anterior. Pero, a partir de 2007, la deuda se
disparó. De hecho, se duplicó. Recuérdese que Zapatero pronunció por primera
vez la palabra “crisis” casi un año después de acceder a un segundo mandato.
Desde marzo de 2008 (la
quiebra de Lehman Brothers, primera gran detonación de la crisis, se produjo en
septiembre de ese año) a marzo de
2011, sólo la deuda de la Administración Central española se incrementó en algo
más de 235.000 millones de euros,
un 83 por ciento (de 285.000 a 521.000 millones). Más espectacular si cabe
resulta la repercusión de esa deuda en los bolsillos de los españoles: en septiembre
de 2009, el total de la deuda española era de 524.873 millones de euros; de
ello se desprende que a cada habitante de este país le correspondía hacer
frente a una deuda de 11.428 euros, casi dos millones de las antiguas pesetas.
En los últimos años nos
hemos gastado de más casi el equivalente al PIB del país. Lo que se debe tiene
que pagarse. La incontrovertible obligación de cumplir con ese precepto fija
las prioridades de la clase política que nos gobierna. Lamentablemente, excluye
otras no menos importantes, socialmente imprescindibles, y determina el
comportamiento del Gobierno en una única e insoslayable dirección. Es triste,
muy triste, para un gobierno, tener que desatender la aplicación de un programa
ideológico para centrarse en el que le marcan sus socios europeos a fin de
evitar la ruina del país. Es lamentable no haberlo hecho antes y es inevitable
hacerlo ahora.
Zapatero lo entendió así
demasiado tarde, en el agosto –su agosto negro– de 2011, cuando le anunciaron
por teléfono que, de no obrar con celeridad, España sería intervenida. Rajoy,
por el contrario, admitió el axioma de combatir la deuda desde mucho antes de
aposentarse en La Moncloa. En realidad, Zapatero nunca supo lo que tenía que
hacer, o quizá no se atrevía a hacer por una cuestión de formas; Rajoy, sí. A
Zapatero le vino muy grande la crisis. Rajoy está dispuesto a que se le
indigeste. Cuando surgieron las protestas, al poco de que Rajoy hiciera
públicos los primeros recortes, un cabal analista político se preguntaba:
“¿Pero es que alguien piensa en este país que se puede hacer algo diferente?”
Es la madre de todas las
preguntas. En las actuales circunstancias, y con un déficit público incluso
superior al previsto, ¿puede actuar Rajoy de manera diferente a como lo hace?
¿Le permiten sus socios europeos, más preocupados –y asustados– que nunca ante
la hecatombe que supondría para la UE el rescate de la economía española, obrar
de manera distinta? ¿Tiene el Presidente español capacidad de maniobra para
fintar en su programa de reformas?
Hoy por hoy, nadie se
atreve a contestar con rotundidad. Desde que el PP ganara las elecciones del
20-N, la izquierda española no ha hecho más que lamentarse de “las políticas
equivocadas que lleva a cabo la derecha”, sin detenerse a pensar que fue ella
la que no supo aplicar a su debido tiempo las políticas adecuadas, las mismas
que, casi con toda probabilidad, no habría tenido más remedio que aplicar si
los comicios le hubieran otorgado la victoria. Esto es, las mismas que está
aplicando Rajoy, iniciadas en agosto de 2011 por Zapatero. No es de extrañar
que, en las postrimerías de 2011, la confrontación en España de Gobierno y
oposición adquiriera tintes surrealistas.
Cuando empezó a tener
conciencia del desastre que se avecinaba, Rodríguez Zapatero no se recató ante
sus socios europeos al afirmar que la crisis sólo se superaría mediante medidas
que incentivaran la producción. Se equivocó clamorosamente. Los planes que puso
en marcha en 2009 ralentizaron la imparable escalada del desempleo, cierto,
pero duplicaron la deuda española. A los mercados, lo que más les preocupa es
la deuda, o lo que es lo mismo: la plena seguridad de que España pueda cumplir
con sus compromisos de pago. La fiabilidad del Estado español. El agosto negro
de 2011, cuando los mercados pusieron a España al pie de los caballos, no sólo
determinó el fracaso de una tesis, débilmente defendida en los foros europeos;
también la claudicación –vergonzante, en el seno de su partido– del último
político de izquierdas en Europa frente al eje franco-alemán.
Conviene, no obstante,
admitir que la alternativa de oposición al tándem Merkel-Sarkocy la ha recibido
como testigo el candidato socialista a presidir la República Francesa. Escribo
estas líneas dos semanas antes de los comicios franceses. Toda la izquierda
europea, especialmente la española, desorientada y sumida en su contradicción,
está muy pendiente de lo que pueda hacer François Hollande si gana las
elecciones. Sus propuestas de compaginar el férreo control de la deuda pública
con los estímulos a la producción, dejan entrever una segunda vía de
expectativas para superar la grave crisis europea. Esa fórmula mixta es, según
la opinión más generalizada de los analistas económicos –también del propio
Rajoy– la que más conviene aplicar en la singular y agónica encrucijada de
España, amenazada de bancarrota por el
flanco de su desorbitada deuda, y de metástasis social, por el cáncer,
no controlado, del desempleo.
De alcanzar la
presidencia francesa, Hollande abriría una nuevo flanco en el frente de batalla
de esta crisis global cuyos perfiles empiezan a ser tan genuinamente europeos
que son pocos los que se resisten a no reducirla al ámbito exclusivo del viejo
continente. De entrada, convengamos que Hollande está solo. Los
socialdemócratas nórdicos están perdidos. Los británicos, descalabrados. Los
españoles, pendientes de su gesto. Los alemanes, coaligados en el gobierno de
Angela Merkel. La canciller parece cada vez más fortificada en su
intransigencia. No le han ido mal las cosas a esta demócrata cristiana que no
dudó en su día de aliarse con los socialdemócratas del SPD para “invertir la
tendencia a la baja” del déficit aumentando impuestos y recortando beneficios
sociales. Su política de austeridad, disciplina y pragmatismo, iniciada en
2005, antes de que estallara la crisis, la han convertido en “The Decider” (“La
que decide”) en Europa. ¿Qué podría hacer Hollande ante su efigie
impasible?
Más bien será qué puede
hacer Angela Merkel por Francia, por Italia y por España, empezando por esta
última, la más amenazada de las tres. La deuda española es un serio quebradero
de cabeza para la caja común económica de Europa. Tres cuartas partes de los
acreedores extranjeros de la deuda española corresponden a países europeos, con
Francia (el 27% del total) a la cabeza; el dato justificaría la fijación que
demostró Sarkocy por España durante su campaña electoral. Alemania, el 9%.
Mientras Europa pueda resistir la presión de nuestra deuda sin necesidad de
intervención, Merkel no dará su brazo a torcer. Tal vez sólo el argumento de
que seis millones de parados en España desbordarían los diques de contención de
la deuda, como puede suceder si no cuajan las medidas de estímulo al empleo,
podrían hacerle cambiar de actitud. Los próximos meses pueden ser cruciales
porque, llegado ese caso, Hollande sí puede hacer entender a la canciller el
alcance del daño que la caída de España ocasionaría a su economía en
particular. La socialdemocracia ha sido la gran perdedora de esta crisis. Con
Hollande le llega la primera oportunidad de refundarse. Sería un error que lo
hiciera enfrentándose a los mercados.
Sólo queda echarse el
fusil al hombro y atender la consigna: sangre, sudor y lágrimas. Y aguardar a
que enmudezcan los bramidos de los Stukas. Las prioridades adquieren el valor
de las exigencias ineludibles: Durante 2010, la Administración Central tuvo que
acudir a los mercados en 52 ocasiones –más de 4 veces por mes– para pedir
prestados 208.000 millones de euros. En los once primeros meses de 2011, se
acudió a los mercados en 41 ocasiones para pedir prestados 161.000 millones de
euros. En 2012 vencen 116.000 millones de euros. Ése es el único parte de
guerra que se ciñe a la realidad de la batalla que libra España –y los
españoles– dentro y fuera de sus fronteras para poder sobrevivir.
Sólo con los intereses
que se pagan por la deuda se podrían haber evitado los recortes anunciados por
Rajoy al poco de tomar posesión de su cargo. La sangría del paro –el factor más
desestabilizador de la crisis– es una consecuencia directa del estado general
de nuestras cuentas. Los años de bonanza económica, de desarrollismo
especulativo y a la sombra de la corrupción, de voracidad ilimitada en la
banca, no han sido empleados para cambiar las bases de nuestra economía y
asentarla en principios de racionalidad y sostenibilidad.
No han sido años
perdidos, sin embargo, por los avances experimentados en muchos campos. Pero
han sido años muy mal aprovechados. Nuestra clase política no fue capaz de
advertir la amenaza especulativa y de subvertir la tendencia al despilfarro de
las administraciones y al pelotazo fácil de bancos y empresarios –también de
los consumidores– con planteamientos imaginativos e introduciendo modelos
productivos innovadores.
Conviene, sin embargo,
hacer cuanto antes borrón y cuenta nueva. Olvidar a los culpables. Admitir que
los recortes, la angustia y el sufrimiento son inevitables. Más allá de esa
línea agónica está el hundimiento de nuestro sistema de bienestar o salvar los
muebles del sistema. Y esto es así porque el sistema somos todos. No se puede
atajar la pandemia desde la izquierda ni desde la derecha. La única política
exigible es la que puede hacerse.
La crisis no distingue
ideologías, nacionalidades, regiones, ciudades, pueblos, aldeas, bancos,
familias, empresas, trabajadores. La deuda cántabra es, como la andaluza, o la
de CAM, o la de Alpedrete, un apunte contable en la “caja común” que registra
el debe y el haber de la economía española. La deuda del Estado es la de todos.
También de la Eurozona. Un estornudo de Bankia puede constipar no sólo a los
madrileños; también a los catalanes, a los gallegos, a los del Languedoc
francés, a los bávaros y a los del Peloponeso. Como en el juego de las
matrioskas rusas, las diecisiete muñecas se albergan en los huecos que dejan
cada una de ellas, y todas, finalmente, en el de la muñeca mayor. Sólo hay una
“caja”. La guerra es de todos. Aunque unos la sufran más que otros.
Resulta insoslayable la
percepción de que la angustia existencial –la tentación al suicidio moral, en
expresión de otros– anuncia la llegada de una revolución social. Pero, como
diría un carismático personaje del cineasta Richard Brooks, “las revoluciones
han dejado de ser bellas historias de amor”. Ya nadie espera en las bastillas
de París, ni en los palacios de invierno de San Petersburgo. Y, sin embargo,
aún es posible la esperanza: aguarda al otro lado de las protestas que se
expanden por las plazas de todas las ciudades del mundo. Los ciudadanos no son
culpables. Es el momento de que los ciudadanos alcen los valores de la ética y
de la dignidad. La crisis la inventaron los banqueros y sus codiciosas
alianzas. La lección del sufrimiento debe ser aprendida. Con la crisis ha
llegado la oportunidad de regenerar conciencias, de cargar las baterías de esa
dignidad ciudadana degradada. De iniciar la catarsis. Habrá un tiempo distinto.
Y el hombre tendrá que ser, también, distinto si quiere hacerse merecedor de
una nueva clase de felicidad.
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